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jueves, 10 de abril de 2008

LIBEREN AL TIBET

Ésta es una nota publicada por el Excelsior, la cuál la he tomado de su página de Internet. En Suena La Palabra. Estamos a favor de la liberación del pueblo tibetano, así como de las personas que sufren injusticias y de todas aquellas personas que en sus trabajos son sobajadas o agredidas sexualemente en el caso de las mujeres. Es pues necesario dar a conocer la idea de otros.

Marcelino Perelló 08-Abr-2008

Ya lo dije, hace años. Lo bueno de los Juegos Olímpicos es que luego uno, si es aplicado, aprende geografía. De hecho es casi lo único rescatable, porque el resto de esa payasada infame en la que han convertido la otrora magnífica contienda es abominable.
Geografia física, humana y política. Y es precisamente esta última la que nos interesa, a usted y a mí, hoy y aquí. Reconozca que si no fuera por las XXIX Olimpiadas, que van a celebrarse dentro de unos meses en Pekín, ni usted ni yo tendríamos sólo una muy vaga idea de qué diantres es el Tíbet, y de qué recontradiantres pasa ahí. Si es que algo pasa.
Porque, digámoslo clarito, de la actual insurrección monástica en Lhasa no sabríamos gran cosa si no fuera por el altavoz magnífico de los Juegos Olímpicos. Estaría, como de paso, en páginas interiores. Es más, si me ha de hacer caso, muy probablemente ni hubiera tenido lugar.
No puedo no decir, como de paso, que la capital de China es Pekín, y no “Beijing”, como dicen los gringos pedantes e ignorantes que se debe decir. Los gringos que quieren disimular que son pedantes y, sobre todo, que son ignorantes. Pero son ellos, por lo visto, quienes dan línea y dirigen a las grandes agencias de prensa. Y son ellos los que dictan a nuestros propios pedantes e ignorantes qué y cómo hay que decir.
La capital de China es Pekín. Y, si no, digan que Beijing es la capital de Chonguó, que es como se dice China en chino. Y ya no digan Cantón, sino Guangzú. Y, por supuesto, no se les ocurra hablar de Londres sino de London, y de Moscva en vez de Moscú. Yo, de momento, informaré a mi querida cuñada Ari que su perrito Miky es un “beijingués”. Le va a dar gusto.
En fin, dejemos otras sandeces aparte y ocupémonos de la nuestra. A todas luces, en nuestro aprendizaje de geografía deberemos incluir la toponimia. Todo gracias al pobre barón de Coubertin.
Volvamos, pues, al Tíbet. Total, queda aquí a la vuelta. Llegando a las Antípodas, a mano izquierda. Como usted y yo ya sabíamos, el Tíbet es una antigua y antaño enorme nación asiática, entre Irán, China y la India. El Tíbet de hoy es una Región Autónoma dentro de la República Popular China. Su superficie ha quedado reducida a aproximadamente 2/3 de la de México y está prácticamente despoblado. Únicamente lo habitan unos seis millones de personas.
Su capital es Lhasa, que tiene un cuarto de millón de habitantes, se encuentra a tres mil 400 metros de altitud y se convierte con ello en la ciudad más alta del planeta. De hecho todo el país es altísimo, con un promedio de altitud de casi cuatro mil metros, lo que lo hace ser llamado “el techo del mundo”. Se encuentra precisamente en la vertiente norte de los Himalayas, que marcan la frontera con Nepal y Buthán.
Hasta la intervención china, de 1951, fue gobernado por la dinastía budista de los lamas, desde el siglo XIII. De hecho su hegemonía continuó hasta 1959, pues el gobierno de Pekín se limitó hasta entonces a ejercer el control militar del país y a administrar las relaciones exteriores. En ese año, como consecuencia del surgimiento del movimiento armado tibetano, concebido, sostenido e instrumentado por la CIA, la intervención china se volvió mucho más dura. Se apoderaron del gobierno y de todos sus órganos e implementaron el régimen socialista. El Dalai Lama de turno, reencarnación del anterior, huyó a la India e inició su periplo mundial, que ya lleva casi medio siglo y que tiene más de gira artística o de viaje de negocios que de político o misionero.
Hasta aquí lo que, detalle más, detalle menos, sabíamos usted y yo. Ahora, gracias a la fiesta mundial del deporte, nos vemos obligados a enterarnos de otras cosas. Y así sabremos que el antiguo Tíbet dista mucho de ser ese paraíso idílico y terrenal que la literatura y los malos poetas se han encargado de cantar.
La tiranía teocrática de los lamas resulta ser una de las más crueles, sanguinarias, despóticas y retrógradas de cuantas hayan existido hasta la fecha sobre la faz de la Tierra. Digamos, sólo para darnos un quemón, que son los chinos quienes suprimen la esclavitud. En 1969. Poca cosa.
Son también ellos los que introducen la luz eléctrica, el agua entubada, el drenaje y la educación general y laica. En 1959. Menos cosa.
Pero el antiguo Tíbet —y cuando digo antiguo me refiero al de la primera mitad del siglo XX— no era estrictamente un Estado esclavista. Había muchos esclavos, sí, pero la gran mayoría de la población eran siervos. Siervos de los monjes o de los señores feudales. Para que se dé una idea, el solo monasterio de Drepung poseía 185 haciendas, 25 mil siervos, 300 llanuras de pastizaje y 16 mil pastores. La fuente, The timely rain, de Gelder y Gelder, no dice cuánto ganado ni cuántos rebaños. Lástima.
Potala, el palacio del Dalai Lama, tenía 1,000 (tres ceros) habitaciones en sus catorce pisos. Y su jefe del Estado Mayor poseía un rancho de 4,000 (tres ceros) kilómetros cuadrados. El Pachen Lama y su corte no recordaba demasiado la vida contemplativa y pacífica, según el modelo del simpático luchador de sumo en flor de loto que les sirve de guía y emblema. Sus banquetes y orgías son legendarios. Y, a lo largo de su historia, los budistas, y los budistas tibetanos en particular, han probado ser uno de los credos más agresivos y crueles de cuantos se tenga memoria.
La cantidad de guerras, invasiones y genocidios de los que han sido protagonistas a lo largo de sus siete siglos de poder difícilmente encontrará parangón. En 1660, la proclama del 5º Dalai Lama, en la que ordena masacrar a los miembros del culto rival de los kagyu, dice literalmente: “Aplástenlos como huevos contra las rocas... que no quede rastro de ellos; ni siquiera de sus nombres”.
Hasta la llegada de los chinos, los castigos previstos, acordes a derecho, para los ladrones y otros delincuentes menores, eran la mutilación o deformación de los miembros y la extracción de los ojos o de la lengua. Órale con el karma y la meditación.
Así estaban las cosas en aquel Shangri-La. Si usted, culto y/o morboso lector, quiere saber más sobre el asunto, entre a la página www.informationclearinghouse.info/article19605.htm, y lea, en inglés, el muy interesante y documentado texto de Michael Parenti sobre la cuestión. El espacio de mi columna ya dio de sí.
Recordando aquel 1959, imposible evitar, como le sugiero párrafos antes, la sospecha de que en el actual alebrestamiento de los monjes tibetanos también hay mano negra. La misma. Que en vísperas de los Juegos Olímpicos no quiere desaprovechar la marquesina.
En fin. Vaya usted a saber. La historia de los pueblos y de los hombres es compleja. E incierta. Y la de aquellos montañeses del Tíbet lo es aún más. “No creo poder escribir mucho sobre monasterios esta noche, pero sé que la Gran Cordillera dice más que todas las creencias del mundo”.