En vez de promover la lectura con spots televisivos de dudose eficacia que por su tono admonitorio equiparan la lectura con el gorro deber de llevar a vacunar a los niños, las instituciones culturales que pretenden crear por arte de magia un país de lectores (mientras el gobiemo entrega la educación pública a la mafia sindical más corrupta del país), deberían hacer algo para frenar un hostigamiento alarmante, padecido por los lectores de todo el mundo, pero sobre todo por los mexicanos: el maltrato al lector en espacios públicos donde nadie toma en cuenta sus necesidades básicas. Se puede leer en cualquier parte, siempre y cuando el lector tenga luz y no haya demasiado ruido a su alrededor. En otro tiempo, las cafeterías eran lugares donde la gente con tiempo libre podía leer varias horas y algunos poetas, incluso, lograban concentrase para escribir. Hasta el final de su vida, Tomás Segovia escribió en cafés de Madrid y México (principalmente por el rumbo de Coyoacán). Femando Pessoa escribió algunos poemas memorables en el café lisboeta La Brasileira y ahora hay una estatua suya en la mesa de la tenaza que siempre ocupaba. Pero la zafiedad inducida va invadiendo territorios que antaño tenía vedados y ahora es imposible leer (ya no digamos escribir) en la mayoria de los cafés, porque a cualquier hora del día vomita sandeces un televisor a todo volumen. Los dueños de las cafeterías han descubierto que los televisores atraen clientes y como los lectores somos minoría en comparación con los teleadictos (y además consumimos poco), han optado por discriminarnos.
Hace un par de semanas me invitaron a un programa cultural de la televisión mexiquense y tuve que esperar media hora mientras instalaban el set. Traté de leer un rato en la cafetería de la televisora, donde por supuesto había una tele encendida. Los meseros ni siquiera veían su propio canal: contemplaban embelesados un programa de concurso de TV Azteca. Pedí a uno de ellos que apagara la tele y me contestó muy ofendido que el dueño le ordenaba mantenerla encendida. Quise hablar con el concesionario, pero no estaba. En un arrebato de cólera arrojé mi silla al suelo y salí del café mentando madres. La plaga de la televisión ubicua se ha extendido a los autobuses foráneos, en donde tampoco se puede leer por el mido insufrible de las películas que amenizan el viaje. A mediados de octubre, una amiga que iba de Cuemavaca a México en la línea Pullman de Morelos se quedó atrapada tres horas en un colosal embotellamiento. Pasaron un programa doble de Jean Claude Van Damme y el estruendo de las bombas y las metralletas no la dejó leer un minuto. Algunas líneas como el ADO ya reparten audífonos para que los espectadores de la película no molesten a los demás pasajeros, pero esa deferencia con los lectores deberia ser una medida reglamentaria impuesta a todas las compañías de autobuses.
Se supone que un cuarto de hotel es el mejor lugar pare leer a piema suelta, pero en un buen número de hoteles mexicanos y extranjeros ya no se puede leer de noche, porque las lamparitas de los burós despiden una luz mortecina, para ahorrar electricidad a costa de la retina del huésped, y los focos del techo tampoco iluminan bien. De un tiempo a esta parte, los arquitectos y los decoradores de interiores sólo piensan en el confort del televidente; el lector que se joda. Hasta los hoteles que pretenden venerar la palabra escrita le han declarado la guerra. Hace tres o cuatro años, invitado a un evento literario en la Casa de América de Madrid, el Instituto Cervantes me hospedó en el suntuoso hotel D'las Letras (así lo escriben, con el mamón apóstrofe anglófilo), una réplica pretenciosa del hotel parisino Pavilllon des Lettres, que rinde homenaje a los escritores más ilustres de habla española El bar del hotel es una especie de biblioteca donde el huésped puede hojear libros mientras se toma un tiago, en la recepción hay abundantes retratos de las grandes figuras del parnaso hispano y cada habitación está dedicada a un autor célebre, con un fragmento de su obra inscrito en la pared (a mí me tocó en la cabecera una estrofa del poeta Jorge Guillen). Pero -oh, decepción-, desde la primera noche descubrí que tampoco ahí los huéspedes tienen buena luz para leer en los cuartos. Casi me quedo ciego tiatando de leer un rato antes de dormir. Mientras en los cafés y los autobuses de México se libra una guerra abierta contra los lectores, en ese templo de las letras sólo se aprecia y explota el valor decorativo de la cultura ¿Cuál de los dos sabotajes será más dañino?
Hace un par de semanas me invitaron a un programa cultural de la televisión mexiquense y tuve que esperar media hora mientras instalaban el set. Traté de leer un rato en la cafetería de la televisora, donde por supuesto había una tele encendida. Los meseros ni siquiera veían su propio canal: contemplaban embelesados un programa de concurso de TV Azteca. Pedí a uno de ellos que apagara la tele y me contestó muy ofendido que el dueño le ordenaba mantenerla encendida. Quise hablar con el concesionario, pero no estaba. En un arrebato de cólera arrojé mi silla al suelo y salí del café mentando madres. La plaga de la televisión ubicua se ha extendido a los autobuses foráneos, en donde tampoco se puede leer por el mido insufrible de las películas que amenizan el viaje. A mediados de octubre, una amiga que iba de Cuemavaca a México en la línea Pullman de Morelos se quedó atrapada tres horas en un colosal embotellamiento. Pasaron un programa doble de Jean Claude Van Damme y el estruendo de las bombas y las metralletas no la dejó leer un minuto. Algunas líneas como el ADO ya reparten audífonos para que los espectadores de la película no molesten a los demás pasajeros, pero esa deferencia con los lectores deberia ser una medida reglamentaria impuesta a todas las compañías de autobuses.
Se supone que un cuarto de hotel es el mejor lugar pare leer a piema suelta, pero en un buen número de hoteles mexicanos y extranjeros ya no se puede leer de noche, porque las lamparitas de los burós despiden una luz mortecina, para ahorrar electricidad a costa de la retina del huésped, y los focos del techo tampoco iluminan bien. De un tiempo a esta parte, los arquitectos y los decoradores de interiores sólo piensan en el confort del televidente; el lector que se joda. Hasta los hoteles que pretenden venerar la palabra escrita le han declarado la guerra. Hace tres o cuatro años, invitado a un evento literario en la Casa de América de Madrid, el Instituto Cervantes me hospedó en el suntuoso hotel D'las Letras (así lo escriben, con el mamón apóstrofe anglófilo), una réplica pretenciosa del hotel parisino Pavilllon des Lettres, que rinde homenaje a los escritores más ilustres de habla española El bar del hotel es una especie de biblioteca donde el huésped puede hojear libros mientras se toma un tiago, en la recepción hay abundantes retratos de las grandes figuras del parnaso hispano y cada habitación está dedicada a un autor célebre, con un fragmento de su obra inscrito en la pared (a mí me tocó en la cabecera una estrofa del poeta Jorge Guillen). Pero -oh, decepción-, desde la primera noche descubrí que tampoco ahí los huéspedes tienen buena luz para leer en los cuartos. Casi me quedo ciego tiatando de leer un rato antes de dormir. Mientras en los cafés y los autobuses de México se libra una guerra abierta contra los lectores, en ese templo de las letras sólo se aprecia y explota el valor decorativo de la cultura ¿Cuál de los dos sabotajes será más dañino?