Los
nuevos evangelios de la productividad estipulan que el máximo grado
de eficiencia laboral sólo se puede alcanzar cuando el empleado
sigue al pie de la letra un rígido patrón de conducta y renuncia a
cualquier iniciativa propia. Virtudes como la capacidad de
improvisación, bastante apreciadas en otras épocas, se cotizan a la
baja en el mundo empresarial de hoy, porque la meta de cualquier
gerente versado en la ciencia de la "calidad total" es
prever y controlar al máximo las palabras, acciones y pensamientos
de la gente a su cargo, para que nadie ose improvisar nada. En el
fondo, lo que buscan estas políticas es transformar a los empleados
en herramientas, es decir, implementar en los centros de trabajo la
disciplina castrense. Un soldado raso debe ejecutar todos los
movimientos que le ordena el cabo de guardia: media vuelta, paso
redoblado, de frente marchen, aunque le ordenen tirarse a una fosa
séptica. De igual modo, un operador de Telmex sólo puede pronunciar
las frases acartonadas y redundantes que le han obligado a utilizar
en su trato con el público. No hay mucha diferencia entre la
cantinela del operario y el lenguaje de las grabaciones que uno
escucha antes de ser atendido. Por supuesto, el robot nos trata con
una cortesía rayana en el servilismo, pero con tanta rigidez que uno
extraña el calor humano de los empleados informales y negligentes.
La cortesía puede ser más pesada que la insolencia cuando el
representante de una empresa no se permite siquiera un pequeño gesto
de espontaneidad.
Pero
lo que para el cliente es una molestia pasajera, para el empleado es
una cadena perpetua. Si los actores de teatro llegan a cansarse de
repetir los mismos diálogos en cientos de representaciones,
imaginemos lo que significa para un operario de Telmex tener que
recitar un guión invariable ocho horas diarias durante diez o quince
años, porque los directivos de la compañía ni siquiera le permiten
decir lo mismo con sus propias palabras. ¿De veras es necesaria esta
tormra mental? ¿Si la empresa permite que un operador salude como
quiera al cliente, dañada en algo su imagen corporativa Las
dictaduras burocráticas del bloque socialista exasperaban al
ciudadano porque el Estado intervenía y regulaba hasta la asfixia
todos los aspectos de la vida social. ¿No estará naciendo un
capitalismo totalitario que reprime a cualquier esclavo cuando no se
comporta como una máquina?
En
el excelente documental en el hoyo, Juan Carlos Rulfo nos mostró un
ambiente de trabajo mucho más humano y relajado: el de los albamles
que constiiiían el segundo piso del periférico mientras echaban
albures, oían el radio, discutian de fútbol y hasta se permitían
algunos pases de baile para aligerar la faena. Ningún superior les
imponía seriedad porque los ingenieros y los maestros de obra saben
que esas distracciones son necesarias para soportar largas jornadas
de esfuerzo físico. Un albañil puede poner ladrillos mientras silba
canciones o lanza piropos alas paseantes, sin que eso signifique
estar holgazaneando. El talento humano se atrofia cuando no puede
introducir un elemento de juego en el ámbito del deber. Nadie puede
ser tratado como máquina sin desarrollar un sordo rencor contra la
gente que lo ha deshumanizado, y ese rencor, tarde o temprano, se ha
deshumanizado y ese rencor se traduce tarde o temprano en una merma
en la productividad productividad.
Pero
los gurús empresariales no parecen haber comprendido esto y cada vez
restringen más el albedrío de sus soldados. Una amiga que trabaja
en una empresa encargada de evaluar profesores me contó que el
reglamento de trabajo no le permite hacer amigos en la compañía ni
tutear a sus jefes. Ella tiene 27 años y su jefe directo 28, pero se
tratan de usted, aunque se sientan incómodos, porque de lo contrario
ambos podrían ser despedidos.
Por
todos lados hay orejas dispuestos a denunciarlos si infringen la
prohibición. Esta medida disciplinaria, digna de la Gestapo,
contraviene una regla de urbanidad que nos inculcaron desde niños:
tratar de usted a los adultos mayores y tutear a la gente de nuestra
edad. Es ridículo que dos jóvenes no puedan tutearse en la oficina
por la disciplina militarizada que les ha impuesto una autoridad
obtusa. La distancia artificial creada entre ellos es una intromisión
de la empresa en asuntos que no le incumben. Los grandes empresarios
creen que por ese camino van a implantar en México un sentido del
deber y un culto a la eficiencia como las que imperan en los países
asiáticos, pero quizá estén atizando una hoguera de resentimiento
que tarde o temprano se puede revertir en su contra.
Texto escrito por Enrique Serna
El Universal-Revista: Domingo
2 de Septiembre del 2012