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martes, 11 de diciembre de 2012

Renos en el trópico





De unos años para acá, los misántropos que mantenemos vivo el legado moral de Scrooge  tenemos un nuevo motivo para odiar la Navidad: la moda decembrina de adornar los autos con cuernos de reno, en alusión al mítico trineo que transporta desde el Polo Norte los juguetes de Santa Claus. Como somos un pueblo afecto a la profusa ornamentación interna y extema de los automóviles (un hábito nacido, quizá, del horror al vacío que según Severo Sarduy es el impulso primario de todo el arte barroco), en México esta moda importada de Estados Unidos se ha propagado como la gangrena. Quizá tengo alma de naco, pues debo reconocer que no me disgustan los taxis repletos de estampitas religiosas, escudos imantados del América, bolas de billar incrustadas en la palanca de velocidades y odaliscas de hule colgando del espejo retrovisor. Con esos elementos decorativos el mexicano se apropia de su coche, lo salva de la estandarización y satisface una necesidad ontológica de crear atmósferas acogedoras en cualquier espacio impersonal y frió. Pero la moda de los cuernos de reno tiende, más bien, a uniformar coches, familias y conciendcias, a imponer por decreto un tipo de cursileria que ni siquiera es autóctona. Los dueños de trineos motorizados no sólo proclaman un fervor navideño hipócrita y empalagoso, sino un anhelo, ése si muy sincero, de parecerse lo más posible a la clase media de los nevados suburbios yanquis.
 

Los pueblos con una fuerte identidad colectiva pueden renunciar a la identidad individual sin desdibujarse por completo. Un amplio sector de la clase media mexicana, el más acomplejado y manipulable, ha ido más lejos aún los humanoides que lo componen han renunciado a ambos tipos de identidad pues no saben o no quieren aprovechar su posición relatívamente privilegiada para formarse una fisonomía propia (o para iniciar un proceso de individuación para decirlo en palabras de Jung), y en cambio imitan con denuedo una personalidad colectiva más desdibujada y amorfa que la suya Su adhesión a un modo de vida insulso, mecanizado y ramplón que la publicidad los incita a venerar por encima de todas las cosas, los coloca en materia de autoestima muy por debajo de las clases populares a las que ven por encima del hombro. Como si no le bastara con la tortura económica de quiero y no puedo, el clasemediero renegado le añade una frustración adicional querer y no poder mimetizarse con sus deleznables objetos de emulación Con su playera de jugador de polo y sus cuernos de reno saliendo por las ventanas de la suburban, siente que ya la hizo gacha que ya casi vive como un granjero de Minesota Nadie puede acceder al primer mundo con el orgullo pulverizado, por ese camino sólo se llega a las ligas mayores del autodesprecio. La variedad más dañina y ridicula de la naquez consiste en ver la propia idiosincrasia como una mancha de origen.

Pero no todo es negativo en esta nueva oleada de cursilería navideña: la nostalgia del clima septentríonal que trae aparejada también puede ser un rico filón poético. Los hombres del sur siempre hemos soñado con los paisajes del norte y viceversa, porque todos codiciamos y evocamos con la imaginación la belleza natural más inasequible y remota. El gran poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008) sintió desde niño que la falta de nieve lo privaba de una vida más plena, de un paisaje al que deseaba pertenecer, y la añoranza de los bosques nevados, interiorizada como una carencia metafísica, lo indujo a perdbir la orfandad sentimental de los climas cálidos: "Tal vez sea todo culpa de la nieve/ que prefiere otras tierras más polares, /lejos de estos trópicos./ Culpa de la nieve, de su falta/la falta que nos hace/cuando oculta sus copos y no cae,/cuando pospone, sin abrirlas, nuestras cartas./Tal vez sea culpa de su olvido,/de nunca verla en estas calles/ ni en los ojos, los gestos, las palabras./Tantas cosas dependen noche y día/ de su silencio táctil".

Sin querer, los automóviles con cuernos de reno evocan el sentimiento de pérdida que nos provoca la nieve no caída en el trópico. Más preciosa cuanto más inalcanzable, la nieve es la representación metafórica de un edén invernal que sólo en sueños podemos recuperar. Su irreparable ausencia, que nos define por contraste, se desliza en el alma del hombre meridional como una ventisca helada soplando en medio de las palmeras. Esta nostalgia geográfica probablemente sea el único sentimiento noble que aún despiertan las fiestas decembrinas, si quienes las esperan con regocijo no han perdido aún la capacidad de ver la poesía escondida detrás de sus hábitos borreguiles.