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domingo, 2 de diciembre de 2012

Homenajes a la Escoria

Por Enrique Serna
 
El premio FIL otorgado al plagiario Alfredo Bryce Echenique y la estatua erigida en Paseo de la Reforma al dictador de Azerbaiyán Hayder Aliyev han confirmado, por si alguien lo dudaba, que las autoridades políticas y culturales de México tienen una fuerte proclividad, nacida quizá de una fraternal simpatía entre pillos, a otorgar premios y rendir honores a la gente con mala reputación. El caso de Bryce Echenique, un novelista de valía que en la vejez, con la mente debilitada por el alcohol, cometió la estupidez de plagiar más de 16 artículos de distintos temas (crítica literaría, análisis político, historía del Perú) se ha mantenido en la agenda periodística pese a que los organizadores de la FIL quisieron dar carpetazo al asunto de la peor manera posible: entregando el premio al autor en su casa de Lima. Excluir a los lectores de una polémica literaria para salvar de un abucheo al escritor premiado equivale a negarles injerencia en la valoración del talento y la probidad intelectual. Yo creía que las ferias del libro buscaban justamente lo contrario. 

A mi juicio, Bryce se merece el premio porque ha escrito novelas memorables y no debe su prestigio a los artículos que plagió, pero también se merecía quedar expuesto al ridículo en Guadalajara, por su falta de ética profesional. En la república de las letras hay leyes de convivencia civilizada y quien las infringe se hace acreedor a un justo castigo. Los jurados del premio quisieron reconocer la calidad literaría de un árbol caído y los organizadores de la FIL tenían la obligación de respetar el fallo, pero no debieron fungir como guardaespaldas del galardonado. Las últimas declaraciones de Bryce en El País (6-XI-2012), donde lanzó un fanfarrón "que se jodan" a sus detractores mexicanos, denotan el engreimiento de un eterno menor de edad, sobreprotegido por los dispensadores de poder cultural, que a los 73 años todavía no se hace responsable de sus actos.

Con la estatua sedente de Hayder Aliyev ha ocurrido un desaguisado mayor, agravado por la tozudez de la autoridad, que se niega a enmendar su yerro. El gobierno capitalino creó una comisión para estudiar el asunto, es decir, para congelarlo, con la esperanza de que la gente se olvide del tema y los responsables puedan escurrir el bulto, sin enfrentarse al conflicto diplomático que sobrevendría si la presión de la opinión pública los obliga a derribar el monumento. Confieso con pena que yo no sabía una palabra sobre la historia de Azerbaiyán antes de este escándalo. El heredero del trono Ilham Aliyev debe estar contento, porque sin querer ha logrado un acercamiento cultural entre nuestros pueblos. Ahora ya conocemos las cormptelas y los crimenes políticos de su padre, las circunstancias de su ascenso al Politburó de la Unión Soviética, al que llegó después de regalar a Leonid Brezhnev un anillo de diamantes valuado en 260 mil rublos, y su enriquecimiento ilícito gracias a los yacimientos de petróleo que antes regenteaba el Estado y ahora concesiona al capital privado. En su afán por embellecer la ciudad, Marcelo Ebrard cometió en este caso un exceso de pragmatismo que abre la puerta de los honores cívicos a la escoria de la política intemacional. Pinochet conserva todavía muchos admiradores entre la oligarquía chilena, y algunos de ellos desearían reinvindicalro en un país donde nadie lo quiere. 

¿Cuánto deben apoquinar en la tesorería del DF para erigirle un monumento en la Alameda?

Se supone que la memoria histórica debe rendir homenaje al patriotismo, al talento o al valor civil, pero en México la amnesia colectiva y la resignación fatalista han permitido a la autoridad añadir un toque de polución ética a la fealdad del paisaje urbano. En varias ciudades del país hay avenidas importantes dedicadas a honrar la memoria de Miguel Alemán, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo o Fidel Velázquez, personajes que deberían figurar en un mural de la ignominia. A veces las injusticias de la nomenclatura urbana rozan el humor involuntarío. En Cuernavaca, todas las calles de la colonia Delicias llevan nombres de dioses y semidioses grecolatinos. Pero algún genio del urbanismo cometió la pifia de bautizar una calle con el nombre de Mesalina, creyendo, supongo, que la insaciable esposa del emperador Claudio era una diosa del Olimpo. Si Mesalina sólo hubiera sido puta, yo no me opondría a rendirle honores. El problema es que además fue asesina y mandó matar a muchos de sus enemigos políticos. Seguramente somos el único país del mundo en el que esa fichita tiene una calle. Nerón y Calígula esperan con ansias que la posterídad los absuelva en algún callejón de Cuautla. 

Publicado el 25 de Noviembre de 2012
El Universal-Suplemento Domingo